PRÓLOGO

Era un día de invierno. Yo tenía seis años. Mi hermano y yo jugábamos en el salón. Nuestros padres estaban en la cocina hablando en voz baja para que nosotros no les escuchásemos.
Al poco tiempo, mi madre salió a hacer la compra. Nunca volvió. Murió en un accidente de coche. Mi padre siempre pensó que había sido intencionado. De aquella, era policía. Investigaba los casos más importantes de New York. Desde el día del accidente, no hubo un momento en que no trabajase en el caso de su mujer. Analizó cada una de las pruebas, preguntaba a testigos, pero todo le llevaba a un callejón sin salida. Pero nunca perdió la esperanza.
Más tarde, cuando tenía diez años, mi padre tuvo que viajar a Los Ángeles por un caso que estaba investigando. Dos días más tarde, recibí una llamada de mi padre.
Me habló con cariño y delicadeza. Me preguntó qué quería ser de mayor. Yo le respondí que quería ser policía como él.
Nunca me olvidaré de su respuesta:
“No lo hagas. Es el peor trabajo del mundo”.
Al día siguiente me volvió a llamar. Estaba asustado, lo notaba, pero el intentó hacerse el valiente.
Le pregunté qué le pasaba. Me dijo que no le pasaba nada y que todo iba a salir bien; que me quería y no le importaba nada más; que cuidase de mi hermano cuando él no estuviese.
Recuerdo que me asusté. Al otro lado de la línea, escuché otra voz. Era de varón. Me dijo que me despidiese de mi padre. Se oyó un disparo. Luego silencio.
Recuerdo haber gritado. Mi hermano; de 9 años se acercó y me preguntó qué me pasaba y que cuando volvería papá.
Le abracé. Le dije que papá no iba a volver. Me preguntó si estaba muerto. Solo le miré. Él supo mi respuesta. Recuerdo haberme quedado dormida llorando abrazada a mi hermano.
Nuestros tíos de Vancouver vinieron para cuidarnos el día del entierro. Vino a buscarnos uno de los generales que estuvo con mi padre en el ejército. Me llevó aparte y me dio una caja de herramientas. Dijo que mi padre se la había dado cuando éste se marchó a Los Ángeles y que le dijo: “No la abras. Si algún día me pasa algo, quiero que se la des a mi hija Maya.”
Luego me dio una cajita más pequeña. Cuando la abrí me fijé en que era la pulsera/brazalete que tenía mi padre.
Desde el día del entierro, no me separé de mi hermano. Ni cuando nos vinieron a buscar los de Servicios Sociales ya que nuestros familiares no podían cuidarnos. No se lo perdoné nunca.
Tampoco me separé de él cuando una familia me quería adoptar y yo me negué a no ser que fuese con mi hermano.
Al final nos adoptaron a los dos. Nos mudamos a New Jersey.
En mi nueva casa fue cuando abrí la caja de herramientas de mi padre.
Pruebas. Pruebas de la muerte de mi madre.
Nadie supo nunca de la existencia de esa caja.
Nadie, salvo yo.
Después de todo esto, no puedo decir que tuviésemos una vida tranquila.
Nunca me gustaron mis padrastros. Supongo que fueron efectos secundarios de lo que pasé,
pero nunca me volví a fiar de nadie. Tampoco volví a querer a alguien. Solo a mi hermano. Tenía que cumplir la promesa que le hice a mi padre.
No sé como pude soportar tanto daño, pero un día, acabé estallando.
Era un día caluroso de julio. Yo tenía 16 años. Volvía a casa después de salir a correr. Encontré la puerta forzada. Cogí una piedra del jardín con fuerza y entré. Él estaba en el salón con un disparo en el abdomen. Me acerqué corriendo. Tenía el pulso débil pero aún estaba vivo. Antes de poder hacer nada, mi hermano me cogió la mano con fuerza y con un susurro me dijo: